Inteligencia emocional en los niños - Introducción
Goleman (1995) afirma que la familia es el primer contexto en el que aprendemos sobre la vida emocional. La educación emocional opera no sólo a través de las palabras y acciones de los padres dirigidas directamente al niño, sino también a través de los modelos que les ofrecen al mostrarles cómo manejan sus sentimientos y su relación conyugal. La forma en que los padres tratan a sus hijos tiene consecuencias profundas y duraderas en su vida emocional. Tener unos padres emocionalmente inteligentes es una fuente de grandes beneficios para el niño. En ocasiones, los padres pueden comportarse de forma inadecuada con el niño.
Básicamente, hay tres tipos de comportamiento parental inadecuado:
Ignorar por completo sus sentimientos: estos padres tratan la agitación emocional del niño como si fuera un asunto trivial o una molestia cuya extinción natural tienen que esperar. No aprovechan los momentos psicológicamente duros para acercarse al niño o para ayudarle a aprender ciertas habilidades emocionales;
Asumir una actitud excesivamente permisiva: estos padres se dan cuenta de los sentimientos del niño, pero creen que cualquier estrategia que adopte para gestionar su tormenta interior -incluso la confrontación física- está bien. Al igual que los que ignoran los sentimientos del niño, estos padres rara vez intervienen para intentar mostrarle una respuesta alternativa. Intentan calmar cualquier disgusto y, para conseguir que el niño deje de estar triste o enfadado, regatean y recurren a la adulación;
Ser despectivos, no mostrar respeto por los sentimientos del niño: estos padres suelen tener una actitud desaprobadora y son duros tanto en la crítica como en el castigo. Uno de los aprendizajes emocionales fundamentales para un niño es ser capaz de distinguir diferentes sentimientos; esta capacidad se desarrolla con la edad (Elksnin & Elksnin, 2003): los niños de tres años pueden identificar con precisión la tristeza, la felicidad y el miedo utilizando señales no verbales como las expresiones faciales, los gestos y la voz (Nabuzoka & Smith, 1995).
Los niños que aprenden a gestionar sus emociones y a controlar sus instintos toleran mejor las situaciones estresantes, aprenden a comunicar mejor sus estados emocionales y son capaces de desarrollar relaciones positivas con la familia y los amigos; también logran más éxito en la escuela, el trabajo y la vida (Elias & Weisberg, 2000; Elias, Zins, Weissberg, Frey, Greenberg, Haynes, Kessler, Schwab-Stone & Shriver, 1997; Payton, Wardlaw, Graczyk, Bloody, Trompsett & Weissberg, 2000).
Mischel y Ebbeson (1970) demostraron lo crucial que era la capacidad de reprimir las emociones y resistir los impulsos. La tarea a la que sometieron a niños de cuatro años era la siguiente: los niños tenían que esperar a que volviera el examinador sin comerse los caramelos que se habían dejado en la habitación; si eran capaces de aguantar hasta que volviera el examinador, recibirían dos caramelos como premio; si no podían esperar, recibirían un caramelo inmediatamente.
El estudio longitudinal demostró que los niños que habían resistido la tentación a los cuatro años mostraban una mayor competencia social en la adolescencia; eran eficaces personalmente, tenían confianza en sí mismos y eran capaces de afrontar las frustraciones de la vida. Aceptaban los retos y perseguían sus objetivos sin rendirse incluso ante las dificultades y posponiendo la gratificación; tenían confianza en sí mismos y eran percibidos por los demás como dignos de confianza. En cambio, los sujetos que no habían resistido la tentación a los cuatro años (eran aproximadamente el 30% del grupo) tenían un perfil psicológico relativamente más problemático de adultos.
Muchos rehuían los contactos sociales por timidez; se alteraban fácilmente por las frustraciones; eran testarudos e indecisos; se consideraban inútiles; eran desconfiados y resentidos porque estaban convencidos de que "no tenían bastante"; eran propensos a la envidia y los celos y reaccionaban a la irritación de forma brusca, desencadenando peleas y conflictos. Además, eran incapaces de retrasar la gratificación. Los que habían sido pacientes de niños llegaron a ser mucho mejores estudiantes que los que no habían sabido esperar; eran mucho más competentes en la escuela. La importancia de la inteligencia emocional en el éxito académico también se ha confirmado en épocas más recientes (Downey, Mountstephen, Lloyd, Hansen y Stough, 2008; Lam y Kirby, 2002; Salovey, Bedell, Detweiler y Mayer, 2000).
En este sentido, en los últimos tiempos también se han desarrollado programas para enseñar emociones en la escuela. Goleman (1995) describe la experiencia de una escuela primaria de San Francisco en la que se enseña la Ciencia del Yo, que tiene como objeto de estudio los sentimientos, tanto los propios como los que surgen en las relaciones con los demás. Estos cursos de alfabetización emocional pretenden elevar el nivel de competencia social y emocional de los niños como parte de su educación ordinaria. Los contenidos didácticos incluyen la autoconciencia (es decir, la capacidad de reconocer sentimientos y construir un vocabulario para verbalizaentos, predecir las consecuencias de elecciones alternativas y aplicar este conocimiento a decisiones sobre temas como las drogas, el tabaco o el sexo. La importancia de estos programas de aprendizaje de la inteligencia emocional también ha sido confirmada por Vandervoort (2006), Uluta5 & Dmero§lu (2007).
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