Las causas del acoso
Los contextos individual, familiar y social son factores de riesgo que afectan a las conductas de los niños y determinan la agresividad de un CYP implicado en conductas de acoso.
A nivel individual, pueden estar relacionadas con el temperamento, una predisposición a los juegos violentos, un diagnóstico establecido (o tendencia) al trastorno por déficit de atención con hiperactividad, habilidades y capacidades limitadas para resolver problemas. En los niños que tienden a ser más "impetuosos" y tienen un "temperamento fuerte" hay más probabilidades de que desarrollen conductas de acoso en el futuro. Aunque esto no es una certeza, a nivel estadístico, se ha comprobado que los niños más impetuosos, tienden con el tiempo a ser más agresivos y a tener manifestaciones tendentes a la conducta acosadora: niños amantes de los "juegos de contacto", que están perpetuamente dispuestos a intervenir en cualquier situación, que no suelen ser muy tímidos. En cambio, los que tienen un temperamento más tranquilo y se describen como tímidos, reacios al riesgo, el clásico "niño bueno" en pocas palabras, tendrán más dificultades para desarrollar esas actitudes. Evidentemente, se trata de porcentajes: es más o menos probable, pero no "seguro" ni "descartable". La propensión al juego y a las actitudes manipuladoras constituye también otro factor de predisposición al desarrollo de conductas de acoso. Por último, la presencia de una competencia limitada para la resolución de problemas (es decir, la capacidad de encontrar soluciones más eficaces y apropiadas en respuesta a las acciones realizadas por los demás), puede considerarse una característica de riesgo: el sujeto, de hecho, no consigue relacionarse adecuadamente con los demás porque no posee las herramientas para hacerlo.
Analizando la agrupación diagnóstica de "Trastorno por déficit de atención y trastorno de conducta perturbadora" en el DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), es fácil ver cómo el acoso puede estar a caballo entre el trastorno de conducta y el trastorno negativista desafiante. El Trastorno de Conducta se caracteriza por un patrón de comportamiento repetitivo y persistente en el que se violan los derechos fundamentales de los demás o las normas o reglas de la sociedad. Este tipo de comportamiento está presente en diversos entornos y puede causar un deterioro clínicamente significativo del funcionamiento social, escolar o familiar. Los niños y adolescentes pueden mostrar un comportamiento prepotente, amenazador o intimidatorio; pueden ser físicamente crueles con personas o animales; dañar deliberadamente la propiedad ajena, etc.
La esfera afectiva se ve comprometida, de hecho, cuando el sujeto lleva a cabo la acción violenta, no siente ningún remordimiento ni empatía por su objetivo, sino que reacciona con profunda frustración y alta reactividad a los estímulos, llegando a cometer violencia real (DSM-5 American Psychiatric Association, 2014).
El Trastorno Oposicionista Desafiante, por su parte, no se manifiesta a través de actos de agresión directa, sino más bien a través de una actitud negativista, desafiante, desobediente y hostil hacia las figuras de autoridad, en particular los adultos. La hostilidad y la provocación se expresan con terquedad persistente, resistencia a las directrices y falta de voluntad para ceder, rendirse o negociar tanto con adultos como con iguales (DSM-5 American Psychiatric Association, 2014). Este tipo de trastorno es menos grave que el anterior pero puede evolucionar a Trastorno de Conducta cuando se transforma de un comportamiento natural para una determinada etapa evolutiva a una oposicionismo anormal y persistente, que afecta tanto a las relaciones sociales como al rendimiento escolar (DSM-5 American Psychiatric Association, 2014). Son muchos los modelos teóricos que han intentado explicar la agresión y el acoso escolar y, para comprender mejor los factores de angustia o desviación, los investigadores se han centrado habitualmente en dos líneas de investigación: por un lado, un enfoque fuertemente ambientalista que atribuye el origen causal de la conducta "desviada" a factores sociofamiliares; pero por otro, encontramos el enfoque genético-biológico que reduce los factores de riesgo a los componentes constitutivos del individuo (Rutter, Giller, & Hagell, 1998).
La investigación ha puesto de relieve que tanto la teoría de la interacción social como la teoría del control social contienen en pocas palabras los principales factores de la desviación (Patterson, Reid, & Dishion, 1992). Ambas teorías afirman que la personalidad del niño se estructura a partir de la relación con los padres, que se convierten en agentes facilitadores de los valores convencionales y, en consecuencia, de la adquisición de funciones de control (ibíd.). Es la teoría del apego (Bowlby, 1989) la que aclara la función protectora que una relación sana con el cuidador puede asumir en el desarrollo del niño o, por el contrario, cuánto una relación conflictiva puede acarrear dificultades en el proceso de desarrollo. Además, no hay que olvidar el amplio corpus de literatura que muestra cómo los episodios de bullying, sufridos y perpetrados en la infancia y la adolescencia tienen altas probabilidades de desembocar en graves trastornos de conducta en la adolescencia tardía y la edad adulta (Menesini, 2000).
Oliverio Ferraris (2008) resume las causas originales de los actos persecutorios afirmando que el bullying parte de un malestar familiar que lleva a la persona a realizar conductas de acoso fundamentalmente por dos motivaciones diferentes: aprendizaje y venganza. En el primer caso, la persona re-propone en el aula el modelo de comportamiento violento aprendido de su familia. En el segundo, actualiza lo que aprendió como blanco de la agresión, pero invierte su propio papel. Estas teorías son fundamentales para comprender el fenómeno del acoso escolar, pero si se consideran individualmente, no son exhaustivas. De hecho, este tipo de comportamiento agresivo no deja lugar a modelos causales unilineales, ya que aparece como un fenómeno multicomponencial resultante de la interacción de numerosos factores distales y proximales, resultante de la interacción de numerosos factores distales y proximales, que explican no sólo los diferentes tipos, sino también las variadas trayectorias evolutivas y los múltiples índices de estabilidad o cambio a lo largo del tiempo (Fedeli, 2007). En ese sentido, una variable importante que a menudo se subestima es el período de inicio del comportamiento de acoso, un índice fundamental de la cronicidad y/o transitoriedad del fenómeno a lo largo del tiempo. El inicio, ya en los primeros años de la infancia, de conductas violentas -no sólo dirigidas a los compañeros, sino también a los adultos-, en asociación con una modulación emocional muy deteriorada, presenta una fuerte estabilidad en el tiempo y de forma intersituacional que tiene más probabilidades de conducir a la cronicidad de dichas conductas y a formas de agresión de gravedad creciente (Fedeli, 2006). Las acciones agresivas, que surgen en la adolescencia, por el contrario, adquieren un valor principalmente relacional con el objetivo de que el individuo asuma una identidad, un rol y una posición dentro del grupo y, por lo tanto, su naturaleza es puramente situacional y limitada en el tiempo (Vitaro, Tremblay, & Bukowski, 2001), incluso si la fase particular de inicio, ya de por sí caracterizada por perturbaciones y cambios, ha llamado la atención de los estudiosos sobre las criticidades que se pueden destacar en las fases anteriores del desarrollo. Algunos investigadores estadounidenses (Loeber & Hay, 1997), por ejemplo, se han ocupado de trazar la edad de inicio de tres tipos diferentes de agresividad, subdivididos por niveles de gravedad, llegando a la constatación empírica de que es posible trazar un orden de inicio en relación con la mayor o menor gravedad de las formas agresivas, pero sobre todo han verificado que los fenómenos antisociales con mayores niveles de gravedad ocurren precisamente durante el período de la adolescencia, confirmando no sólo la naturaleza relacional de tales comportamientos durante la fase adolescente de la vida de los individuos, sino también la mayor incapacidad de los propios adolescentes para gestionar sus emociones y su predilección por modos comportamentales de transición a la acción.
En el entorno familiar, los comportamientos especialmente agresivos de los padres o los estilos educativos incorrectos, como el permisivo o el excesivamente autoritario, distraído o autoritario, pueden provocar acoso escolar. Los padres que suelen tener actitudes agresivas o recurren con frecuencia a la violencia proporcionan un modelo de conducta erróneo. Por este motivo, los niños que viven en entornos familiares hostiles tienen más probabilidades de desarrollar posteriormente conductas de acoso. Así, las familias en las que las actitudes límite o claramente delictivas están muy extendidas son, obviamente, entornos de mayor riesgo. Pero además, la falta de atención a los hábitos, necesidades, pasiones e intereses de los hijos, y el desinterés o desentendimiento educativo con ellos, afectan al desarrollo y al comportamiento de los niños: a veces los padres no están preparados en absoluto para lo que les ocurre a sus hijos a diario.
También la imposición de normas estrictas por su parte, que luego no se cumplen, promesas de castigos que luego no se cumplen, o incluso reacciones exageradas que se alternan con actitudes de indiferencia, conducen a un aumento de la mala conducta por parte de los niños, que, como resultado, no son plenamente capaces de entender y comprender la gravedad de sus acciones.
El grupo de amigos, el entorno escolar y el entorno social son factores que influyen a nivel social.
El acoso es también, y sobre todo, un fenómeno de grupo caracterizado por una dinámica particular, en la que no sólo los CYP implicados en el acoso y los objetivos desempeñan un papel decisivo, sino también todos aquellos que parecen no estar implicados o que apoyan a unos u otros (Salmivalli, Lagerspetz, Bjorkqvist, Osterman, & Kaukiainen, 1996). El grupo, en tales situaciones, adquiere la apariencia de una mónada (Anzieu, 1986), funcionando como una unidad autosuficiente en la necesidad de sus miembros de respaldar las ansiedades de los demás mediante el intercambio. La agrupación adolescente, en concreto, tiende a asumir una tarea autorreferencial que concierne al bienestar del grupo. Compartir se convierte, por tanto, en la condición identificadora y definitoria del grupo, dejando fuera la apariencia de lo amenazante. De ahí que, en una constante interacción entre el interior (para protegerse) y el exterior (el enemigo), la acción se convierta en la expresión de una frustración interna que debe ser descargada, removida hacia algo distinto de uno mismo: el objetivo (Ingrascì & Picozzi, 2002). Como fenómeno colectivo, no puede separarse del contexto en el que se lleva a cabo, es decir, la escuela (Lagerspetz, Bjorkqvist, Berts y King, 1982). En los primeros trabajos de Olweus (1983), realizados con más de 130.000 niños noruegos de entre 8 y 16 años, el autor descubrió que el 15% de los alumnos estaban implicados, ya fuera como actores o como objetivos, en conductas de acoso en la escuela. Estudios posteriores confirmaron la incidencia y prevalencia de este fenómeno en las escuelas. En Italia, los primeros datos recogidos en la década de 1990 sobre una muestra de 1.379 alumnos de entre 8 y 14 años indicaron que el 42% de los alumnos de primaria y el 28% de los de secundaria declararon haber sufrido acoso escolar (Menesini, 2003). Estos estudios permiten, por tanto, poner de relieve cómo la escuela puede convertirse en un posible lugar de persecución y violencia (Petrone & Troiano, 2008) y cómo los sujetos implicados pueden resumirse en tres categorías: el CYP implicado en el comportamiento de acoso, el objetivo, el grupo.
Dentro del grupo, el/la joven que tiene un comportamiento de acoso suele buscar compañeros que le apoyen y aprueben su comportamiento. De hecho, cuando comete agresiones contra individuos más débiles, recibe la atención y la aprobación de sus compañeros, que le ven como un valiente, un "héroe". Esto le produce gratificación y satisfacción, lo que le lleva a repetir sus acciones de nuevo. Esta actitud, que también puede ser contagiosa y repetida por los observadores, tiende, por tanto, a promover y aceptar forma comportamientos de acoso: se habla de "contagio social", ya que los demás niños, para reafirmarse en el grupo, siguen el ejemplo del CYP que tiene un comportamiento de acoso.
A nivel educativo, la alianza entre la escuela y la familia es crucial. De hecho, al igual que la actitud de los padres en casa influye en el comportamiento de sus hijos, la actitud de los profesores también afecta a su conducta en la escuela. Los profesores, por tanto, tratarán de colaborar con los padres para llevar a cabo una correcta educación de los niños y deben comportarse de forma coherente, condenando y castigando severamente las actitudes de acoso que se produzcan en la escuela.
Aspectos clave como la conciencia del sufrimiento ajeno, la apreciación de la empatía junto con el conocimiento de las emociones deben ser enfatizados tanto en el entorno familiar como en el escolar.